jueves, 26 de enero de 2012



Días antes de morir, Diego Rivera se negó a salir de aquella morada que guardaba su espíritu como las pinturas que le rodeaban. Contrario a sus costumbres, pasaba la mayor parte del tiempo contemplando su soledad desde la cama que ya no lo soltaría. Una embolia y un ataque de flebitis le habían quitado el control de su brazo derecho y por tanto del pincel, origen de su universo y creatividad. Pero nunca perdió la esperanza de recuperarlo.

En septiembre de 1957 pidió que instalaran la cama en su estudio. Abandonar aquella pequeña habitación para regresar a su mundo fue una muestra de su ferviente deseo de recuperarse. Aún le quedaban cosas por hacer. Había dejado incompletas dos pinturas, una de su nieta y otra de una criatura rusa, y estaba dispuesto a terminarlas en cuanto pudiera controlar los trazos del pincel que tanto le desobedecía.
Todo a su alrededor estaba lleno de recuerdos. Los ídolos, los iconos, las máscaras, los judas, los esqueletos y los caballetes que decoraban el estudio. Cada uno tenía su historia y cada vez que la mirada de Diego se encontraba con ellos, la recordaba y se hundía en la añoranza de tiempos que se habían ido para siempre.
Alejandro Rosas  http://bicentenario.com.mx/?p=22908




En septiembre de 1957, Diego Rivera empezó a sufrir de un coágulo en las venas de un brazo y le resultaba casi imposible seguir haciendo lo que más amaba: pintar. Dos meses después, la misma trombosis le impidió hacerlo para siempre.
Días antes de su deceso, Rivera había pedido a su hija Guadalupe Rivera Marín , que cuando escuchara la campana que estaba en la Casa Estudio de San Ángel, corriera en su auxilio porque era la señal para decir que la muerte andaba cerca.
“Piquitos”, como llamaba Diego a Guadalupe Rivera Marín, al escuchar los repiques, salió corriendo.
“Lo encontré prácticamente agonizando. No estaban ni mi madre ni mi hermana Ruth, porque se habían ido a Cuernavaca, así que yo estaba sola con la esposa, en ese entonces, Ema Hurtado. Esa noche, él murió prácticamente en mis brazos, en ese momento le hable a Sita Canecí que llego junto con Federico Canecí mismo que se encargo de hacer la mascara mortuoria de mi padre ”, recuerda la única hija que sobrevive al pintor.